Casi 20 años después, nos llega esta secuela de Candyman, la primera, la que merece la pena, la que ha sido todo un acierto revisionar días antes de ir a ver esta continuación directa, ya que las referencias a la leyenda y a la historia de Helen Lyle son bastante recurrentes. La acción nos lleva hasta el año 2019, donde el artista Anthony McCoy y su pareja, la galerista Brianna Cartwright, se mudan a un lujoso loft en la zona donde antes estaba la torre Cabrini, demolida años atrás.
McCoy empieza a encontrar la inspiración en su nueva obra en la historia de Helen y la leyenda de Candyman, aunque ahora la leyenda es sobre un hombre que daba caramelos a los niños, hasta que empezaron a desaparecer niños y le hicieron culpable. Nada que ver con la leyenda original del esclavo del film original, pero no pasa nada, ya que como veremos, al final todo está relacionado.
Y es este tratamiento de la leyenda de Candyman sin duda uno de los aciertos del film, como se alimentan las leyendas y se relacionan entre ellas, siendo a la vez la misma y a la vez distintas. Dirigida por Nia DaCosta y de la mano de Jordan Peele, la cinta no esconde, más bien exagera, la crítica racial y social habituales en los films de Peele, algo que ya estaba en la película de 1992 y que aquí se mucho más evidente.
El film deja las escenas de muertes en un segundo plano, muchas veces no las muestra, simplemente sugiere, o como la muerte contra la ventana con la cámara alejándose, que me ha parecido una maravilla, dejando de un lado la casquería para centrarse más en la trama de misterio y en crear una tensión constante.
Candyman es una digna secuela, aunque llega un punto en que se siente demasiado dispersa y quizá sea su tramo final el que menos llegue a convencer, y sobre todo por que este Candyman no se ve tan aterrador ni su historia es tan desgarradora como la del esclavo asesinado por amor, y al finalmente parece que la leyenda de invocar su nombre en el espejo funciona como al guionista le parece mejor.
